Esa mañana lo acepté, desperté y
supe que tenía que irse. No sé cómo se animó, no era de las personas que se
animaban a tomar sus maletas e irse, pero tenía que hacerlo. Ya no podía seguir
viviendo igual, en el fondo, ya no quería esa vida. Necesitaba emociones más
fuertes, emociones que tal vez no ha encontrado, pero que sigue buscando, allá,
lejos de casa.
Supe que tenía que irse, y la
dejé ir. Aún recuerdo su sonrisa, la veo en fotografías y veo a una hermana que
ya no existe, a una hermana que perdí, a una hermana que decidió irse, que
prefirió estar lejos, pues su vida carecía de sentido. No sé si estaba más
perdida que yo, sólo sé que tenía que buscar algo más, y quizá si se hubiera
quedado, nunca lo habría encontrado. Su ausencia aún me hiere, como las espinas
de un rosal que rozan la piel, no la penetra, pero si la hiere. Cuánto tiempo
la lloré, cuánto intenté que volviera, pero no lo logré, ella sigue allá, lejos
de casa.
Intenté valorar nuestra memoria,
pues la relación de un par de hermanas puede ser indestructible, o al menos eso
pensaba. Intenté darle sentido al tiempo que compartimos, a la risa contagiosa,
y esas largas conversaciones que sólo las hermanas entienden, pero no pude, no
me alcanzó el amor. Por más que la recordara, no volvería. Y hoy, cinco años
después es cuando al fin tengo la fuerza de aceptar que ella sigue allá, lejos
de casa.
Ya no tengo más lágrimas, ya no
tengo dolor, ya sólo queda su fantasma a mi alrededor. Cuando la perdí, pensé
que volvería, pensé que me volvería a amar, pensé que continuaríamos caminando,
viéndonos cumplir nuestros sueños, pero no sabía que cuando la perdí, ella tomó
un camino diferente, ella tomó un camino que la guía lejos de casa, lejos de
mí.
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