Del otro lado de la fiesta…

Hace unas semanas me invitaron a un cumpleaños para niños, sí, uno de esos que celebran en aquellas bodegas que llenan de juegos, mesas, colores, globos y diversión. Al principio sentí cierta emoción, le tengo mucho cariño al niño que estaba cumpliendo años. Fui a comprar el regalo sin saber sí le gustaría o si ya lo tendría, lo conozco apenas hace algunos meses.


Conforme la fecha se acercaba la emoción aumentaba, el chiquillo contaba los días, luego las horas para que su fiesta llegara. Yo no estaba segura de qué sentir, era la primera vez que, como adulta asistía a una fiesta infantil. Las últimas (fiestas) habían sido de familiares, por lo que  sentía mucha libertad para tirarme a recoger los dulces que caen de la piñata. Este no era el caso, este día no sería yo la que recogería los dulces, serían ellos; no, y no recibiría sorpresa, yo comería una crepa de jamón, queso y champiñones, mientras ellos comerían pizza y papalinas (por cierto que la crepa estaba deliciosa).

Llegué una hora después, no podía llegar antes. Mi compañera de trabajo ya estaba ahí, en medio de tantos rostros adultos la ubiqué y me senté junto a ella. Poco a poco llegaban chiquillos y chiquillas a saludar: “Hola Ani.” Tanto ellos como yo, sentíamos la rareza de encontrarnos fuera de lo cotidiano, fuera de las clases, hablando en español, y no en ese idioma que a veces aman y otras odian. Ahí llegué, sentada vi cómo destruían un montón de papel de china, que junto con alambres y más papel formaba una gran pelota de balonmano. Poco a poco algunos se acercaron y me preguntaron: “¿Me cuida esto?” una bolsa grande con dulces; otra chiquilla se acercó y me pidió que le cuidara su celular; luego dos más llegaron a decirme que ya no querían terminarse su comida, morían por ir a jugar.

Recordé cuando era niña y hacía exactamente eso, me acercaba a mi mamá y le daba mis bolsas llenas de dulces, ella los guardaba; no había fiesta en que tuviera la cara de sufrimiento ante la comida, me acercara a ella para darle todo lo que no me gustaba (muchas veces era casi todo el plato); los columpios me estaban esperando, la emoción de un juego valía más que un plato de comida. Y ni hablar de la sorpresa, la expectativa de los “dulces más ricos”, qué juguete traerá… ¡vaya que si era una sorpresa de verdad!
Estando ahí ese día, sentada, teniendo conversaciones de adulta, me pregunté ¿en qué momento pasé a estar del otro lado? ¿Desde cuándo yo soy una de las adultas?

Por un lado fue especial cuidar de alguien, y que esos pequeños y pequeñas supieran que ahí había alguien para ellos, alguien que atendería a sus necesidades y sobretodo cuidaría de sus dulces. Sí, ahí estaba yo, jugando un papel muy diferente al de la última vez que asistí a una fiesta infantil. ¿Cuándo pasó esto? ¿Crecí? ¿Ahora soy adulta? ¿Así me ven los otros (al menos los pequeños y pequeñas)?

No estoy segura de cómo puedo expresar lo que he estado sintiendo y pensando desde esta fiesta, desde haber estado del otro lado, desde haberme sentido responsable de alguien más, quizá alguien desde afuera puede verlo como “son sólo dulces”, pero no eran simplemente dulces, era algo más, algo cambió ese día… o quizá ya había cambiado y hasta ese día lo noté.

¿Será que ser adulto es un ideal? ¿Qué significa ser adulto? ¿Por qué la sociedad cree que los jóvenes se están formando para ser alguien en el futuro, como si no fuesen ya alguien? O ¿nos convertimos en alguien hasta que somos adultos? De ser así ¿cómo sabemos que ya somos adultos? ¿En una fiesta de niños? ¿Cuándo sacamos la licencia para manejar? ¿Cuándo puedo llegar a las 12 de la noche a casa y mis papás no me dicen nada?

Se ha entendido la idea de que el joven es un ser incompleto, por cuanto es completo cuando llega a ser adulto. Al adulto se le considera como el tipo ideal de individuo dentro de la sociedad. Pero se me hace que la sociedad está llena de “llegar a ser alguien” y nunca “ser alguien”. Yo soy alguien sea la edad que tenga, la adultez no es capaz de determinar quién soy.

El patrón cultural y social que se sigue hoy en día tiende a dicotomizar y jerarquizar: adulto-joven, hombre-mujer, maestro-alumno, entre otros. Y es muy probable que la adultez no sea más que una idealización, a la cual se le atribuye una valoración de diferenciación. Esto me lleva a pensar en el planteamiento de Mario Zúñiga, donde indica cómo la adultez no es más que otro elemento de dominación sutil de las sociedad patriarcales, no haciendo ver la adultez como el enemigo, sino como la forma en que se genera la socialización ­ideal dentro de nuestras comunidades, donde el adulto es el ser completo, capaz, integral y el joven aún es ese ser en formación, incompleto, desintegrado.

¿Qué pasa entonces con los procesos micro? ¿Qué pasa entonces con lo que sienten los individuos al enfrentar los cambios instituidos por la sociedad, la iglesia, la “realidad”? ¿Cómo los enfrentamos? ¿Cómo lidiar con esta “transición”?

No sé cómo llegué a ser “la que cuida los dulces” de aquella fiesta, tampoco sé en qué momento alguien ya puede considerarme adulta, u otro que me da más risa “joven-adulta” ¿qué es eso? Si me llego a casar ¿dejaré de ser joven-adulta y seré adulta a secas? Soy una persona, soy una mujer, soy un ser que siente y que piensa, pero ¿soy adulta? ¿Es en serio? Porque nadie me ha dicho nada al respecto, o ¿yo lo tengo que descubrir? ¿Dónde encuentro la respuesta? ¿Lo tengo que saber?

No sé y después de todo no me importa. Lo que me importa es la vida misma, sus alegrías y sus tristezas, las cuales me hacen comprender el mundo de forma diferente. Tengo más preguntas de las que tenía cuando era niña, tengo más dudas sobre todo lo que existe, dudas que nunca pensé tener, están ahora presentes. Quizá sea tiempo de ver que los cambios están sucediendo, quiera yo o no; quizá es tiempo de ver que la vida cambia y yo con ella; quizá es tiempo de seguir existiendo y seguir preguntando… así estemos del otro lado o no.



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